jueves, 20 de noviembre de 2008

La (in)importancia de llamarse Claudia


Recuerdo que cuando niña me encantaba escuchar a mi mamá contarme que desde que ella era pequeña sabía que tendría una hija a la cual llamaría Claudia. Esa tierna historia, la cual pedía que se me repitiera una y otra vez, siempre me hizo sentir especial… claro hasta que entré al colegio, lugar donde uno termina de formar su identidad, y caí en la cuenta que en mi mismo año habían otras nueve Claudias y otras tanto más en todo el colegio.

De la misma manera, mi papá, típico padre latinoamericano con la herencia de José Arcadio Buendía, quien lleva con orgullo su apellido y abolengo familiar, desde niña me inculcó el amor por mi apellido inprácticamente largo y rimbombante, evocando tiempos en los que su familia vivía en un castillo lleno de criados (que hoy funciona como una asociación de abogados en Lima) y en donde (aparentemente) la mención del apellido “Rodríguez-Larraín” podía hacerle a uno la vida más fácil en mi país.

Reacia a usar mi nombre completo, “Claudia Rodríguez-Larrain Labarthe”, en parte por la flojera de niña que recién empieza a escribir y en parte porque algo en mí se rehusaba a cargar con el historial de las personas asociadas a ese apellido, en un principio osé a usar tímidamente “Claudia Rodríguez” para identificarme. Con el tiempo descubrí que en países latinoamericanos (y quizás más aun en ciertos estratos sociales) es muy importante usar nuestros apellidos completos, por un tema de legalidad (si un documento no lleva tu nombre completo… no te pertenece) y de identidad social (la cultura latina, chismosa y fisgona como ella sola puede ser, necesita situar al sujeto en un contexto social, y los apellidos, son el primer atajo).

Ya en mi adolescencia me acostumbré a llevar mi nombre completo con orgullo, y lo rimbombante de su son se tornó en una tonada que reforzaba mi identidad cada vez que lo nombraba o escribía, remarcando siempre el guión que exaltaba la cualidad de apellido compuesto. Grande fue mi sorpresa al descubrí que mi padre, promotor y defensor de nuestra “alcurnia”, cuando fue a estudiar a Estados Unidos en vez de ser “Felipe Rodríguez-Larraín” se hacía llamar “Phill Larrain” (pronunciado Lorein), en un intento de disfrazar su descendencia latina para sobresalir en un contexto que sospecho era difícil para un doctor peruano en los EE.UU. de los años 60’s.

Lo curioso de todo esto, es que cuando ya me sentía cómoda con mi nombre y apellidos, mis amigos en los últimos años del colegio empezaron a ponerme chapas (sobrenombres) supongo yo porque había que diferenciarme de las otras nueve Claudias y/o porque es muy peruano ponerle apelativos que exaltan alguna cualidad física o de personalidad a los amigos o enemigos. Es así como tuve que acostumbrarme a ser “la gorda Clau”, “gordita” o simplemente “gorda”. En un principio me molestó puesto que me dedicaba fallidamente todos los lunes a empezar una dieta (pues, si digamos que era entradita en carnes) y también porque mi mamá era conocida cariñosamente por todos mis amigos y familiares como la “tía gorda” y yo como típica adolescente quería tener mi propia identidad mientras intentaba diferenciarme del lazo materno-paterno. Al final terminé por aceptar este cariñoso apelativo, y hasta el día de hoy me parece tierno.

Al empezar a trabajar para Iguana Producciones, una productora de telenovelas peruanas, tuve el infortunio de pararme en mi primer día como practicante (becaria) al costado del sonidista “Kike Pacheco”, conocido en ese entonces como “Pachuco”. Al ser los dos gorditos y blancones, inmediatamente un pícaro camarógrafo, que no sabía mi nombre, decidió pasarme la voz diciéndome “Pachuquita, muévete que estás interfiriendo con mi encuadre”. Desde allí en el mundo farandulesco de Cholywood (televisión peruana) me conocen como Pachuca o Pachuquita, tanto así, que cuando recién apareció el Hotmail a finales de los 90's, un asistente de producción me abrió una cuenta con la dirección de
pachuca@hotmail.com (hoy solamente lo uso para msn). Mi papá se horrorizó puesto que según él, al elegir mi nombre ellos intentaron que fuese la única Claudia Rodríguez-Larraín que existiese en el planeta y ahora la niña de sus ojos era conocida profesionalmente con un nombre tosco y grotesco… pero una vez que un sobrenombre pega, no hay manera de despegárselo. A mí me hacía gracia y lo consideré una manera de adaptarme a un mundo tan inusual como el de la televisión.

Algunos años después cambié de profesión obligada por los malos tratos que tiene la televisión peruana con sus empleados (hasta el día de hoy sigo esperando que Astros SA me pague algunos cuantos meses de sueldo de cuando trabajaba en el 2001 en la versión peruana de Quien Quiere ser Millonario), y empecé la aventura de la comunicación corporativa en el Grupo APOYO, donde pasé a ser “CRL”, debido a las siglas de mi nombre, como son conocidos casi todos los empleados que trabajan allí.

Como comprenderán, a lo largo de los años he tenido una larga crisis de identidad la cual pensé cambiaría cuando decidí mudarme a Australia. Ahora yo decidía quién era, cómo me llamaba y no llevaría todas las cargas que uno arrastra en países latinoamericanos ya sea por tradición familiar, aspecto físico o asociación generadas en contextos escolares, amicales o laborales.

Recientemente descubrí que existían otras dos Claudias Rodríguez-Larraín. Creo que una vive en España y se casó recientemente. Eso lo sé porque un día mi mamá me llama alarmada diciéndome si es que era cierto que me había casado y no le había contado. Yo le contesté riéndome que si es que hablábamos prácticamente todos los días, una noticia así, se la hubiera comentado al menos ¿no? Como Lima es un pañuelo, al parecer una amiga de mi mamá recibió de casualidad un mail con la noticia de una CRL que se había casado y mi madre pensó que yo lo había hecho a sus espaldas. Hace unos días, a través de Facebook, me contactó una chica que vive en Toronto que también se llama CRL. Aparentemente las tres somos familia por algún lado (todos los Rodríguez-Larraín en Perú vienen de la misma familia) y tristemente me dí cuenta que no era la única en el mundo.

Más triste fue darme cuenta que aquí en Australia tu nombre tiene poca, si es que alguna, importancia. Hasta el día de hoy cuando me preguntan mi nombre no sé si soy Claudia o Clowdia (como se pronuncia en inglés). Cuando me preguntan mi apellido no sé qué decirles porque sólo Rodríguez es súper complicado de pronunciar para los australianos (Rowdwrigueys) y más aun escribirlo. Siempre tengo que andar repitiendo y deletreando mis nombres. El tema de la legalidad de los documentos que tanto me preocupaba cuando vivía en Perú, ahora no tiene importancia… inclusive algunas veces los australianos piensan que mi nombre es “Claudia Larrain” (pronunciado Lorein, al igual que mi papá cuando vivía en USA… ¡Ahora lo entiendo!), pues piensan que “Rodríguez” es mi “middle name” o segundo nombre, entonces automáticamente lo obvian. Para simplificar las cosas, generalmente me identifico como "Claudia Rodriguez" y me olvido de todo el rollo nominal y emocional.

Curiosamente, todo esa in-importancia de llamarse “Claudia Rodríguez Larraín” me estresa, pero me obligo a pensar que no puedo forzar a los australianos a entender lo complicada que es nuestra cultura cuando de nombres se trata y siempre ando disculpándome de lo largos y complicados que son mis apellidos. A diferencia de USA, Australia no cuenta con una gran migración latina por lo cual no están acostumbrados a los Chávez, Rodríguez, Hernández o López.

Lo que me divierte es cuando me junto con las comunidades latinas y las reglas de los nombres y apelativos se reordenan automáticamente. Con la picardía única de los peruanos en Adelaide y al ver que en el grupo existían más de tres Claudias, al poco tiempo de conocerme me empezaron a llamar “Keka”, evocando al personaje de la teleserie cómica peruana “Pataclaun”. Y es que yo misma reconozco mi parecido con la actriz Johana San Miguel, quien interpreta a la simpática payasita… es más, cuando vivía en Lima, y sobre todo cuando trabajaba en la televisión y andaba rodeada de actores y cámaras, varias veces fui interceptada por cariñosos fans quienes querían que Keka les firmase un autógrafo. Al principio intentaba explicarles de mil maneras que no era yo… pero al final terminaba por tomar el pedazo de papel y con una sonrisa escribir “Con mucho cariño, Keka”.

Hoy por hoy respondo a los nombres Claudia, Clau, Keka, Kekis, tia Keka (como me llaman los hijos de mis amigos en Adelaide), la chata (como me llaman los peruanos en Sydney), pachuca, pachuquita, gorda, gordita, CRL, etc. Comienzo a pensar que tengo múltiples identidades... Ustedes que piensan?

Para los que no están familiarizados con “Pataclaun” o “la Keka”, allí les pongo un extracto de un episodio de esta serie cómica.